En tiempos recientes, hemos visto crecer una tendencia:
mirar hacia atrás, escarbar en la infancia, buscar allí las raíces del dolor y,
con suerte, encontrar también la cura. Bajo esa premisa, surge con fuerza la
idea de "sanar al niño interior", un concepto que, aunque poético y
cargado de buenas intenciones, merece ser examinado con cuidado.
Como profesional que trabaja desde un enfoque conductual,
basado en la aceptación y el compromiso, no puedo evitar preguntarme si al
centrarnos tanto en ese niño —esa figura simbólica del pasado— no corremos el
riesgo de olvidar al adulto que hoy respira, siente y vive. Porque sanar no
siempre significa volver atrás. A veces, sanar es aprender a quedarse. En el
cuerpo. En el presente. En este instante que, aunque imperfecto, es el único
lugar donde podemos actuar.
No se trata de negar la influencia de la historia personal.
Claro que lo que vivimos nos forma. Pero no estamos condenados a repetir
guiones antiguos como si fueran inevitables. El pasado puede ser el suelo desde
el cual crecer, no la prisión desde la cual observar la vida a través de barrotes
emocionales.
En terapia no se busca al niño perdido. Buscamos al adulto
que hoy puede tomar decisiones distintas, que puede relacionarse de otra forma
con sus pensamientos, que puede abrirse al dolor sin quedar atrapado en él.
Acompañamos a la persona a dejar de luchar contra lo que siente, para empezar a
vivir de una manera más alineada con lo que realmente importa.
A veces, el verdadero acto de amor hacia ese niño que fuimos
es comprometernos con la vida que estamos construyendo hoy. Darle sentido a lo
que hacemos, aunque aún duela. Aunque no haya cicatrices cerradas del todo.
Porque no todo dolor necesita desaparecer para que podamos avanzar.
Si algo de esto resuena contigo, si sientes que estás listo
para dejar de buscar la versión "completa" de ti mismo y empezar a
vivir como estás —con todo lo que hay—, quizá sea momento de acompañarte en ese
camino.
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