Muchas veces escuchamos historias que, aunque únicas en
su forma, comparten un fondo común: la confusión emocional ante conductas
ambiguas en relaciones afectivas. Una persona puede llegar con preguntas llenas
de angustia: "¿Y si el problema soy yo?"
Estas dudas no nacen del capricho, sino del dolor. Del
deseo legítimo de ser visto, valorado y respetado. Y es en este punto donde una
frase sencilla puede resonar profundamente: el amor no confunde, aclara.
No existen reglas sobre cómo deben ser las relaciones,
sino invitar a que cada persona se conecte con sus propios valores. El amor,
cuando se vive desde la autenticidad y el compromiso, no genera una constante
duda sobre lo que se espera o se permite. No se vive como un rompecabezas
emocional, sino como una experiencia en la que, aunque pueda haber
dificultades, las acciones de ambas personas tienden a crear claridad y
seguridad.
Cuando alguien siente que su malestar es minimizado, que
se le exige tolerancia hacia actos que le duelen, o que debe adaptarse a
dinámicas donde el respeto se vuelve negociable, la pregunta que puede
ayudarnos a orientarnos no es “¿Estoy exagerando?”, sino: “¿Estoy siendo
fiel a lo que valoro?”
Reconocer nuestras emociones difíciles —como los celos,
la inseguridad o la tristeza— sin dejar que ellas tomen el timón. Pero tampoco
nos llama a ignorarlas. Nos llama a actuar con coraje, desde nuestros valores,
incluso cuando eso signifique poner límites, expresar una necesidad, o tomar
decisiones difíciles.
El respeto, la coherencia y la reciprocidad no deberían
sentirse como un lujo. No son señales de debilidad pedirlas, sino actos de amor
propio. Y si una relación constantemente deja más dudas que certezas, más
ansiedad que serenidad, entonces quizá no estamos en presencia de amor, sino de
apego, miedo o dependencia.
El amor —cuando es amor en su forma más saludable—
aclara. No porque sea perfecto, sino porque no se esconde ni se contradice a
cada paso.
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