Vivimos en una sociedad que con frecuencia privilegia la comodidad individual por encima de la autenticidad y el respeto mutuo. Es una época donde ser sincero, honesto y desinteresado parece casi contracultural. La presión social nos empuja a adoptar una postura, una imagen, un personaje… Uno que sonríe cuando no quiere, que dice “todo bien” cuando por dentro se desmorona, y que finge para encajar.
Esta “plasticidad social” puede parecer útil, incluso
necesaria, pero tiene un costo emocional alto. Fingir constantemente es
agotador. Ocultarnos tras una máscara nos aleja de nuestra propia esencia y nos
impide conectar genuinamente con los demás.
En Aceptación y Compromiso (ACT), hablamos de actuar en
función de nuestros valores. No se trata de una lista rígida de “cosas buenas
que hay que hacer”, sino de aquellas direcciones vitales que dan sentido a
nuestra existencia. Los valores son brújulas internas, no metas externas. Nos
dicen cómo queremos vivir, no qué queremos lograr.
Cuando actuamos desde nuestros valores, la vida se vuelve
más coherente, más significativa, aunque no necesariamente más fácil. Porque
ser fiel a uno mismo puede implicar incomodidad, exposición, vulnerabilidad.
Pero es precisamente en esa incomodidad donde ocurre el crecimiento.
La otra cara de los valores, de la que poco se habla, es su
dimensión existencial. ¿Qué sentido tiene todo esto si no estoy viviendo según
lo que realmente me importa? ¿Para quién estoy actuando? ¿Qué estoy
sacrificando al traicionar mis principios?
Volver a lo esencial es un acto de valentía. Es elegir la
sinceridad por encima del aplauso, la presencia por encima de la apariencia, y
el compromiso por encima de la conveniencia. En ese regreso a lo auténtico, no
solo nos reencontramos con nosotros mismos, sino que también estamos mejor
preparados para acompañar y aportar a otros.
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