Me encontré esta publicación en redes… Y pues sí, se acerca
la época de postulaciones a las universidades públicas en Ecuador. Este año,
más de 400,000 jóvenes competirán por alrededor de 136,000 cupos. Las
cifras hablan por sí mismas: la probabilidad de no ingresar es alta, y con ello
surge una mezcla intensa de emociones que, para muchos, se convierte en una
carga difícil de manejar.
“¿Y si no ingreso?”, “¿y si no saco el puntaje
necesario?”, “¿y si decepciono a mi familia?”. Estos pensamientos,
acompañados de ansiedad anticipatoria, se vuelven tan insistentes que parecen
ocupar todo el “espacio mental”.
A esto se suma el peso económico: muchas familias invierten en
preuniversitarios, incluso endeudándose, sin que exista una garantía real de
éxito debido a la complejidad del sistema de postulación.
¿Cómo no sentirse agotado? Los exámenes de grado, a
menudo cercanos o el mismo día de la incorporación como bachiller, coinciden
con la preparación para estas pruebas. Las jornadas de estudio se vuelven
extenuantes, las tareas se acumulan y la sensación de “vida provisional” —de
estar atrapado en un ciclo de espera e incertidumbre— empieza a afectar el
bienestar emocional.
Los preuniversitarios en Ecuador son costosos y han
encontrado un nicho de negocio creciente, pero inaccesible para la mayoría. La
alternativa es prepararse por cuenta propia, lo que aumenta la sensación de
desventaja. Si no se obtiene el cupo deseado, el joven enfrenta la posibilidad
de elegir una carrera distinta a la soñada, postergando sus metas o incluso su
felicidad.
La situación se complica aún más cuando los adolescentes
carecen de herramientas de gestión emocional, algo que rara vez se
enseña en las instituciones educativas. El miedo al fracaso, la frustración, la
rumiación constante y la sensación de que el futuro está en juego pueden ser
abrumadores. ¿Qué pasa si no lo logro?
El sistema no siempre contempla la salud mental de estos jóvenes. En casa, a
veces encuentran incomprensión o reproche, escuchan frases como “no es para
tanto” o “ya pasará”, sin que se valide el dolor real que sienten. En ese
vacío, puede surgir una percepción de soledad e indefensión, una transición
abrupta entre la protección de la niñez y las exigencias del mundo adulto.
A esto se suma la dificultad de acceder a una universidad
privada por sus altísimos costos, lo que lleva a muchos a buscar un
trabajo, a entrar en un mercado laboral injusto y precario, o incluso a
comprometer sus valores solo para cumplir con las expectativas inmediatas.
Desde la psicología, y en especial desde la Aceptación y
Compromiso, podemos ofrecer una mirada diferente. No se trata de eliminar
la ansiedad o el miedo —emociones inevitables en este contexto—, sino de
aprender a relacionarnos con ellas sin que nos paralicen.
Aceptar que el dolor, la frustración y la incertidumbre forman parte del
proceso no significa rendirse. Significa reconocer que nuestro valor no está
definido por un examen o un cupo, sino por la capacidad de actuar en
dirección a lo que es importante para nosotros, incluso en medio de todo este
caos.
Los jóvenes no son cifras ni puntajes. Son historias,
sueños, resiliencia. Son personas con la capacidad de reinventarse una y otra
vez, de trazar caminos nuevos, aunque el primero no se haya abierto.
Quizá el verdadero desafío no sea solo entrar a la universidad, sino aprender a
sostener los propios valores, aún cuando la vida no se ajusta al plan ideal.
“Talvez no obtuve el cupo que esperaba, y sí, dolió mucho.
Pero entendí que mi vida no se define por un resultado. No dejé de soñar, solo
aprendí a tomar otro camino, con los pies en la tierra y la mirada firme en lo
que realmente importa.”
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